La vida de un hombre se mide
por cuantos mundos se pueden ver en su mirada.
Nos callamos, disentimos, nos percatamos,
giramos alrededor del ombligo
como agua vertida en un vaso de vidrio;
caemos, nos estampamos, nos escapamos
nos estrellamos como lluvia contra el vidrio
resbalamos como cometas de agua
o espermas transparentes que abren brechas.
A solas la soledad son muchos espejos,
solo a solas se siente la melancolía como una llaga que arde.
Yo, frente a mi ejercito de soledades
me he condecorado clavándome siete medallas
en el pecho, en silencio,
por haber traspasado las fronteras de mis estados de ánimo,
profanando con viril miseria, la tierra que me sostiene
en el eco de las palabras que me brotan de la boca
como un volcán enfurecido.
A menudo,
me recuesto en el piso
me arrastro como gusano
solo para sentir los latidos de mi casa,
pero ella sin corazón
tímida se refugia en el cuarto más oscuro
de mi niñez.
Nos desnudamos frente al espejo
y nos desconocemos,
nuestro mar se plaga de nuevos tatuajes
y los lunares se reproducen
como tiburones que se dan un festín en nuestras venas.
La noche siempre es mi recamara,
y en mi pared preferida tengo un póster gigante
de la Luna,
ahí junto al altar de mi divina carne
enaltecida como antorcha en mi oscuridad
con su flamante beso que guía mi camino.
Nos diluimos, nos estorbamos, nos necesitamos,
y la carne tiene hambre de más carne
y sin boca, muerde los sentimientos
que se sienten en el pecho
y no sé sabe si duele o se anestesia,
si nos calcinamos por dentro
o simplemente nos estamos marchitando.
Nadie es lo suficientemente fuerte
para nunca sentir dolor.
Las miradas de todos se cruzan con su láser
y van cortando cabezas,
van eliminando empatías
y así se va acabando la fe.
© Ulises Casal
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